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—El colmo —murmuró—, vivir aquí con ésta. Había huido porque le daba pena, pero no debía avergonzarse con él, no se lo diría a nadie, lo juraba. —dijo. Te lo iba a contar completico porque aún no sabía si había actuado bien, y tú, aunque no lo creyeras, eras su juez, su Pepe Grillo, su conciencia. Pérfido Albión operó personalmente los equipos, que respondieron como Couzo había previsto. Su madre estaba adentro y se aferraba a él, temblando como una hojita. José María empezó a sonreír, bebió más cerveza y chocó botellas con Manolo, ¿veían?, aprendieran, tío era un bicho, así, del aire, le había inventado un negocio. ¿Carlos se sentía mal?, mejor que vomitara, era un tiro; mirara: así, metiéndose el dedo hasta la garganta. —Para mí —gritó Orozco imponiéndose—, nada de eso es importante. —gritó el empleado—. Ahora Pablo era verde bailando bajo la luz de la marquesina del Capri, con Lauren Bacal, decía, bacán, decía, a lo Junfri Bogar, y Carlos lo invitó a ir hacia el Parque Central pensando en el color de los recuerdos. Se puso el uniforme y la pistola y se miró al espejo antes de partir hacia el acto del 13 de marzo al frente de los estudiantes de Arquitectura, la Escuela que alguna vez había dirigido el propio José Antonio. Todo joven soñaba con ser un héroe, luego la vida hacía su trabajo. Se puso en guardia, aquello era mala señal, la risa tenía siempre un trasfondo corrosivo que amenazaba el orden y restaba fuerzas para las grandes tareas. Nadie habló, pero una atmósfera de reprobación se extendió en la sala. WebPróximos Eventos – Tu entrada Hoy Próximos enero 2023 Vie 6 enero 6@08:00-enero 7@05:00 INZUL – La Cúpula- Pasco La Cúpula La Cúpula, Jr. Gamaniel Blanco 400., … La muchedumbre que estaba en la explanada había improvisado una fiesta, decenas y decenas de parejas bailaban al son de un órgano manzanillero que alguien había traído en una carreta de bueyes. Pero la Terminal de ómnibus era un hormiguero, cientos de personas pululaban por los andenes luchando por embarcarse y otras tantas esperaban sentadas en el piso, sobre papeles de periódico. En las mañanas, felices y claras, el templo amanecía abierto. —Ay, ¿pero quién es este niño, Dios mío? El padre se los ponía siempre de ejemplo: se fijaran, de matarife a dueño de matadero, para él no había negocio que tuviera secretos. R.» —¿Te lo mandó ella? Ésa era su opinión, lo sentía mucho, una desgracia, concluyó moviendo las manos ante los ojos, como si necesitara exorcizar algún fantasma. ¡RA-TA-TA-TA! La siguió y tomó el fusil. porque el mundo se había reunido en «América Latina», un sitio perdido en las llanuras de Camagüey, para celebrar el inicio de la zafra más grande de la historia. En los años que vivió con su mujer tenía mucho trabajo, guardias y reuniones y, la verdad, no se hizo miembro del Comité, nunca encontró tiempo. A fin de facilitar el acceso de los jóvenes a la oferta laboral formal, el presidente del Consejo de Ministros, Vicente Zeballos, y la ministra de Trabajo, Sylvia Cáceres, presentaron la campaña “Chapa tu chamba”. Le puso la mano en la frente para sostenerle la cabeza, así, mulato, abriera las piernas, tuviera cuidado con el pantalón, suave, ¿se sentía mejor? Faltaba el halo mágico que hubo en el carro, y él pensó que podría crearlo si se atrevía a preguntarle algo muy importante, y dijo de pronto, «¿Usted lo quiso alguna vez, a papá?». —No está dentro de mis atribuciones —decía López. —No tenemos apuro, compañeros. Sonrió involuntariamente al reconocer a Supermán y al Pato Donald, para después seguir el índice de Jorge, que había empezado a moverse lentamente por la plana hasta llegar a una foto donde reconoció su rostro, rumbeando bajo un ataúd. Cuando llegaron junto a ella, el operador la detuvo y saludó: —¡Sdrásbuitie, tavárichi! Estaba claro, concluyó, que aquello no podía ser comunismo. Tuve bronca con un hachepé. En ese caso, por ejemplo, debía haber pensado que sus compañeros (no sus socios, ni sus ambias, ni sus aseres, ni sus ecobios, ni sus moninas, ni sus consortes, ni sus compinches, ni mucho menos sus cúmbilas) eran unos inmaduros. Y hasta comunista. —gritó Orozco. —Y eso —dijo—, ¿no le parece un sabotaje? Seguían pasando cosas raras. Tratando de explicarse cómo pudo ser tan comemierda llegó a la conclusión de que si el cine había sido la causa de su felicidad, también lo estaba siendo de su desgracia. Devolvió la sonrisa. ¿Quién le había robado aquellos papeles? Pablo estuvo de acuerdo, todas esas francesas debían ser ornitorrincos y unicornios, y Berto aclaró que no, había también algunos dromedarios. —Yo soy del sur —comentó, sin dejar de mover el dial. Bien, no daba más rodeos, iba a correr el suyo. Por último, había manifestado a lo largo de su vida una tendencia a la sobrevaloración incompatible con la modestia que debía caracterizar a un revolucionario maduro. Los viejos equipos de vapor ya habían sido desmontados para enviarlos al «Argentina»; si los ingleses no daban pie con bola, el «América Latina» no podría operar, y sin aquel coloso, programado para moler un millón trescientasmil arrobas diarias, sería totalmente imposible lograr los diez millones de toneladas con que estaban comprometidos el honor y el futuro del país. Carlos la hubiese calificado de ornitorrinco de no ser porque su virtuosismo lingüístico le sugería una serpiente de cascabel. Sólo podía decir a su favor que a pesar de todo había aceptado tenerlo, mezclar la sangre que ahora se escapaba lentamente de sus venas en el río de todas las sangres que le iban dando a los habitantes de la Isla el color único y diverso, hermoso y resistente de la buena madera. Tenía los pies hinchados y debió hacer un gran esfuerzo para sacarlas. —Hombre —dijo Paco ya interesadísimo—, ¿y allí hay trabajo? You'll get a disease! Desvió el chorro, avergonzado de que ella lo estuviera mirando y de haber profanado aquel árbol majestuoso donde quizá había reencarnado el espíritu de Chava. Carlos sonrió mientras Kindelán seguía hablando, todos en la Escuela eran comunistas, algunos lo sabían y otros no, pero todos querían lo mismo, cambiar el mundo, que era una mierda, y además cambiarlo de a timbales, por eso estaban locos, ¿cómo, si no, aguantar la lluvia, el frío, la Caminata, las guardias y el carajo y la vela? El médico lo escuchó mesándose las barbas, haciéndole breves preguntas, con los ojos cerrados. Sintió una alegría primaria, tuvo la certeza de que alguien llegaría para devolverlo a la vida, y gritó y gritó hasta enronquecer, con el temor de haber escuchado en realidad los pasos escurridizos de la muerte. En el área de trincheras los hombres trabajaban lentamente. —Sería formidable si fuera posible —replicó Martiatu—, pero el país tiene ciento veintiséis centrales y sólo tres físicos atómicos, por lo que a mí me corresponde atender cuarentidós. Jorge sufría con aquella situación, pero Carlos la agradecía en silencio porque le permitía permanecer en paz con la memoria de Chava. —¿Dónde está? —Éste habla japonés —afirmó Felipe. Florita había empezado a bailar con el Rebelde. «Cuero y candela», comentó Carlos. Todo el mundo sabía leer, incluso Ángelo. Perla, la trigueña de pechos desafiantes, fue hasta su lado y le puso la mano en el muslo. ¡Correr en zigzag y disparar con la boca como en un juego de niños! De pronto empezó a tararear en voz baja: «El bacilo de Koch, Koch, Koch...» —Tú canta solo, chico, tú habla solo, te líe solo, tú ta' loco, chico. Allí se inventaron los círculos cuando la Rueda creció tanto que amenazó con estallar, y surgió la decisión colectiva y universalmente acatada de poner el tope en sesenta parejas. DNI del solicitante y propietarios del inmueble. Durante aquellas horas Carlos admiró como nunca su sentido práctico de la vida, su natural capacidad para el trabajo, y se dijo que allí residía la fuente de su ajada belleza. —Está bien —dijo Carlos en voz muy baja—. Al inclinar la cabeza, el pelo le cubrió la cara y ella se lo alisó, descubriendo sus axilas sin afeitar. —dijo el empleado echándose a reír—. De pronto sonrió. —¡Es un error! ; ¿Fernández Bulnes al decir que todos los problemas del mundo moderno eran en el fondo entre comunistas y anticomunistas y que quien no participara estaba participando de todas maneras? Por aquellos días la Beca era el reino del relajo, los atorrantes tupían los inodoros con papel higiénico, coronaban las cabezas de los dormidos con pasta de dientes y a menudo robaban una sábana, un jabón, una toalla. Se acostumbró a mirar el río de nostalgia que se derramaba sobre el campo, y a recordar. Concurso Sabor Criollo: gana olla a presión o jueg... Promoción Guaraná Chapa tu premio: gana iPhones, i... Gana smartphone Hyundai E551 Lite en color negro, Promoción Tambo+: gana uno de 10 packs PlayStation. No me embarques, asere. Era una lástima haberse demorado tanto, si al menos tuviera el Buick de su padre podría desplazarse rápidamente hacia la Beca. No fue capaz de confesar la razón de su amargura a Orozco, ni al Acana, ni al Gallo. Ella se quejaba amargamente, porque desconocía que ya su novio no era un estudiante común. Allí estaban, patentes, las muestras del resentimiento y la inmadurez; Roal Amundsen había trasladado al terreno del trabajo la discusión de la asamblea y la bronca que en última instancia no tuvo valor para echar, con la intención de superarlo ridiculizándolo ante el colectivo. La izquierda había situado un grupito alrededor de la corona, y era evidente que la derecha iba a rodearla, cuando decenas y decenas de personas salieron de portales, comercios y cafeterías al grito de «¡Y va!». Nadie podría después reírse de sus cuerpos yertos y desnudos. Con Chava y con el bisabuelo se fue el abuelo a la manigua cuando la Guerra de Independencia, y estuvieron tres años peleando en la tropa de Máximo Gómez. Carlos golpeó el muro con los folletos de Mao, no estaba dispuesto a seguir perdiendo tiempo y prestigio en aquel lugar donde para colmo se cantaba en inglés. No les daría más. «¡Cúbrete!», le gritó el Mai. —¡A la cholandengue! Estaba cansado, aterido y hambriento, pero no podía invertir tiempo y dinero en sus propias necesidades. —¿Vas a ir? —No os vayáis —rogó al fin—. Carlos impuso silencio y le dio la palabra al Mai. Carlos se echó a reír como si hubiera escuchado el mejor chiste de su vida, y, sin embargo, desde el principio supo que era cierto, que alguien, probablemente un médico, había besado los labios, tocado los senos, penetrado el sexo de su mujer, volcando allí su sucia esperma y haciendo imposible todo arreglo entre ellos. La última palabra —si era o no trabajador ejemplar, si podía aspirar o no a la militancia— la dirían sus compañeros dentro de pocas horas. Me autocritico, pago veinte centavos de multa e invito a Roal Amundsen a hacer lo mismo como prueba de arrepentimiento.» Días después, cuando hubo en la cajita dinero suficiente para comprar el primer libro, preguntó democráticamente a los compañeros qué título adquirir y Roal propuso El Quijote. Carlos se abrió paso a codazos y Gipsy y el Baby y los Bacilos lo siguieron hasta llegar al borde de la media luna que formaba la multitud. Estaba agotado, pero se sentía sin derecho a dormir. Porque cuando Carlos tuvo aquel incidente con Iraida, el mismo compañero Felipe que ahora le pedía la cabeza dijo en la reunión de la Juventud que un hombre siempre era hombre y mucho más si era comunista, y eso, compañeros, ella no lo olvidaría nunca. Rompió las diez cuartillas escritas con tanto entusiasmo y se sintió interrumpido por un siseo familiar e inesperado. Ella murmuró que no, que hoy no, necesitaba tiempo para pensarlo. ¿Cuánto? Felipe soltó una carcajada. El Maquinista sonrió tristemente mientras se mesaba la barba crecida durante el viaje. Pero no fue posible. —Hi —dijo míster Montalvo Montaner. Bien, ¿qué hacía en enero? Me sacaron las uñas. «No han aprendido», dijo. De pronto se sintió oscuramente deprimido, Pablo había matado la soledad de un tiro mientras que él seguiría solo de solemnidad, como solía decir su madre, más solo que el silencio del cuarto donde aguantó la ofensa de aquel cabrón que no estaba siquiera enamorado de su prima. —¿Se supone que tengo que agradecértelo? Tres días después amaneció sin fiebres, despejado, y probó su voz preguntando por Toña. Se guardó la plantilla, le pidió a Dios que aquellos malditos botines le sirvieran a Mercedita y respondió: —God. ¡Fi-del!, como un grito de victoria, una bandera que continuaba ondeando sobre el silencio de ese momento único en que Fidel no pudo hablar y empezó a hablar Raúl antes de que se reanudara aquel discurso con el que la patria se hizo de todos para siempre. La guerra, inminente, fue la cuarta causa del miedo. Pablo había comenzado a hacerle el segundo a Jorge y ahora berreaban a todo pecho, ¡lágrimas de hombre que son más amargas por estar condenadas a nunca brotar! ¡El bondadoso doctor Walter estaba a punto de hablar para ahorrarle sufrimientos a su bella hija! Abrió más la boca para tomar toda el agua posible antes de verse obligado a abandonar la pila. Buena suerte. El enlace llegó hasta su hamaca pidiéndole el sobre. —En Nueva York. En fin de cuentas, existían fórmulas para todo y si las usaba nadie podría reprochárselo. Denunciaré la mina y volveré a buscarte. Al entrar al cuarto para ponerse el uniforme escuchó que el Peruano hablaba de sus ingentes sacrificios. Él pensó que nada resolvería un retrato o un mechón de pelos. Carlos sabía que su prestigio como cuadro dependía de las molidas millonarias y que Despaignes por mucho que tratara, no le enviaría caña suficiente para lograrlas. Pero Pérfido mantuvo la calma, examinó tranquilamente los esquemas y preguntó: —¿Quién hizo esto? Lo sacó del taller en la noche y lo llevó a la Beca como prueba del cumplimiento de una tarea que muchos consideraban imposible. Despertó sudoroso, ahogando un grito. El río de la justicia desbordada no era perfecto ni puro, arrastraba aguas albañales, escoria, lastres pesadísimos, hábitos monstruosos que generaban sus propias pestilencias. La bandera, húmeda, apenas flotaba a lo lejos, el flaco se había vuelto a meter en el barullo y él seguía inmóvil, mirando cómo el coronel Salas Cañizares apuntaba contra los manifestantes una Thompson que escupía pequeños gargajos amarillos. Esta tarea tiene también un fin educativo. —¿Qué se siente? Sonó el toque-consigna, Héctor abrió y Soria entró apoyado en Rubén Permuy y en Juanito el Crimen. Vieron, en un cruce de guardarrayas, otra brigada apiñándose en una carreta tirada por un tractor y las sombras de un cordón de macheteros abriendo trocha. Y Carlos supo que por esta vez no se estaba burlando. No había vuelta que darle: si quería que el futuro fuera otro, que su niña viviera en un mundo más limpio, si quería ser más revolucionario estaba en la obligación de aceptar que Gisela tenía tanto derecho como él a acostarse con quien quisiera. Carlos no podía sufrir ese desastre; bastante había hecho con retirarse a enseñar a Gipsy, actitud que se podía dar el lujo de imponer, pese al recelo de la Rueda, en su carácter de miembro de la poderosa cofradía de los Bacilos. En general, los cubanos no la pronuncian, y sin querer hacen un chiste. Pero el presidente de los propietarios y vecinos leyó sus declaraciones sin tartamudear, y las ropas, medicinas y alimentos de la ayuda acabaron formando un montículo, porque durante la emisión varios anunciantes se unieron a la campaña humanitaria aportando donaciones que convirtieron el programa en un gran éxito del barrio. Después del debate, cada quien podrá expresar su criterio votando. Matarse era una buena idea, una idea dulce de la que emanaba la promesa del sosiego. Estuvo mucho rato llorando a pesar de que ella le pidió varias veces perdón, le rogó que jugaran a los muñequitos y soportó en silencio las ofensas más brutales, bruta, rebruta, analfabeta, perdida, desvergonzada, vieja, que sólo terminaron cuando él quedó sin lágrimas y sin rencor. Se dirigió a su casa enceguecido, en busca de la pistola. —preguntó, mostrándoselo. —¿Oyes? La izquierda ganó, él se entregó al trabajo y creía, francamente, haberlo hecho bien hasta que su hermano regresó del Norte, en el sesenta. Carlos dijo que sí, desde luego, sintiéndose estúpido y emocionado ante su prima que ahora preveía el futuro, los yankis atacarían, faltaba sólo precisar si con Eisenhower o después de las elecciones, con el próximo gobierno, pero atacarían y se romperían los dientes contra los fusiles del pueblo. El encuentro tuvo un desenlace estúpido, no logró averiguar siquiera si el tipo era maricón o agente o las dos cosas, si conocía realmente a Jorge, si su hermano se había prestado a aquella canallada. Otros se arracimaron alrededor del Mai exigiéndole ir a prestar ayuda, pero el Mai reventó de rabia respondiendo que no sabía dónde había sido la desgracia. Retrocedió mirando cómo los hombres, bañados por el resplandor de la fogata, tomaban por el cubrellamas los fusiles grasientos, los hundían en el agua hirviente, ennegrecida, los sacaban y les daban vuelta hasta tomarlos por la cantonera todavía humeante y meterlos de punta para limpiarles el cañón; entonces los entregaban a otros que los secaban con estopa, les quitaban los restos de grasa y los dejaban relucientes junto a la fogata. Manolo, molesto, se dirigió a Julián: —Salta —le ordenó. «Tiene culo de negra», pensó. Recuerda que ésa es una información clasificada —dijo—, top secret, ¿okey? Carlos miró el reloj, de sus dos horas iniciales quedaban sólo once minutos. —Hola —murmuró dándole un beso en la mejilla. «Sí, muchacho, sí», exclamó su padre, y Rosario abrió la ventana y se asomó a la calle, «¡Abajo Batistaaaaaa!», y sus padres y Pablo, a voz en cuello, «¡Abajooooooo!», y entonces él supo que sí, que era cierto. Pensó que era una vergüenza subir con él vacío, calculó que podría resistir un minuto y cometió el error de arrodillarse sobre la oscura masa putrefacta para abreviar la tarea. Una negra gorda, vestida de blanco, salió al claro rascándose la cabeza. Las cosas eran muy claras para él: revolución-contrarrevolución, buenos-malos, y punto. Estaban en la antesala de su oficina, esperando al Capitán Monteagudo y al Ingeniero Pérez Peña, reunidos en privado con los técnicos extranjeros después de la fiesta de despedida. Así que no hizo nada nada. El programa se retransmitió en la tarde. —Yo lo arreglo —insistió Alegre. No se atrevió a interrumpir el plácido silencio en que quedó sumida, se limitó a pensarle su ternura: mamá, él entendía por qué había soportado y seguido a papá, a pesar del garrote y del tío Manolo, a quien no había llegado siquiera a odiar; él sabía, mamá, que ella estaba incapacitada para odiar; la quería tanto que había aprendido a entender sus silencios; admiraba, mamá, su manera callada de querer la revolución y de no herir a papá diciéndolo; quería decirle que si era revolucionario lo debía sobre todo al sentido de justicia que ella le había inculcado con sus actos; pero no se preocupara, no iba a herir a papá, lo juraba por el amor que le tenía: la familia se mantendría unida, sólo deseaba que ella fuera feliz alguna vez. Solían ir al cine a soñar que la función duraría eternamente mientras descubrían sus cuerpos en la penumbra. Su voz sonó levemente aterrada al preguntar, como por el destino de alguien muy querido, ¿qué se había hecho, Dios, el azúcar cande? Divisó a Kindelán e hizo un esfuerzo por acercarse a él, a medio camino se le doblaron las rodillas y empezó a deslizarse hasta quedar a gatas y luego bocarriba, despatarrado en plena calle. Sembrar caña en la luna era un símbolo de lo aparentemente imposible, pero tareas así tenían que vencer los pueblos para terminar, al fin, con la prehistoria de la sociedad humana. Se dio vuelta, la multitud cubría ahora la calle San Lázaro, más allá de la Escalinata, casi hasta el lugar donde chocaron con la policía seis años antes. —¿Por mí o por él? Carlos no titubeó. —Compañero administrador —dijo en un tono demasiado alto para su estatura—, es indudable que ustedes, los heroicos hombres del azúcar aquí en «América Latina», han logrado una hazaña productiva al poner en marcha la fábrica y triplicar el ritmo de molida en un plazo tan breve. En un minuto se pondría de pie y se incorporaría a filas. ¡RA-TA-TA-TA! Bien, ahora introducimos el isótopo en la masa cocida —y dejó caer el envoltorio en el tacho— de modo que se mueva junto a ella en tooodo el proceso. Annotation Este libro es un viaje inolvidable al interior de la revolución cubana. —Dicen los ingleses —informó en la oficina— que ellos no tienen solución para el problema. Fue tan sencillo que le dio por reírse, aunque enseguida se calló, temeroso de que el teniente malinterpretara su alegría. Jorge tomó el dinero que Otto había dejado sobre la mesa con un gesto furtivo, de ladrón. Rayas, manchas, mujeres con cuatro ojos. Acarició la idea de ver a su madre, se preguntó cómo estaría su padre, si Jorge seguiría odiándolo, qué hacer cuando el acuartelamiento terminara, y se quedó dormido en un mar de respuestas contradictorias. —Se esconden —le dijo Osmundo— porque te envidian. Al volverse, alcanzaron a ver a un negrito desnudo que huía hacia una covacha. Ahora todos lo hacían, se abrazaban y besaban dondequiera, aprendían a cantar el Himno del 26 y rodeaban al padre de Pablo que regresó flaco como un alambre, frescas aún las huellas de las torturas, para asegurar, compañeros, que desde hoy todo cambiaría en Cuba para siempre. La emoción se extendió por la sala en frenéticos aplausos, sobre los que gritó un «¡Patria o Muerte!» al que los estudiantes respondieron «¡Venceremos!» mientras la maestra de ceremonias se acercaba al micrófono para anunciar que con las notas del Himno Nacional se daría por concluida la asamblea. Pero no había otra manera de limpiarlo, el objetivo justificaba los medios, la obscenidad era sólo una apariencia fenoménica. «Estuve horas esperándote —dijo ella—. Fue enumerando los errores con nombres y apellidos hasta llegar al Director, e inesperadamente para Iraida, a él mismo. Con la escampada, los negros comenzaron a regresar a la furnia, ajenos al torrente de ofensas y amenazas que cayó sobre ellos con una fuerza mayor que la de los aguaceros. —Sekome sukaka. Bien, otras opiniones. —Sí —respondió Margarita—, y a mí me hace falta que expliques, Carlitos, por qué no apelaste ni reclamaste cuando se cumplió el plazo, o sea, ¿por qué casi que te autoseparaste de la Organización? —Sorry, sir. Carlos regresó a su hamaca, Asma sólo necesitaba solidaridad y aire. «No sé», respondió Felipe extendiéndole el Granma, «ojalá». —Pues sí —murmuró Paco—, pero el mundo..., al mundo no hay Dios que lo cambie. Mikoyán avanzó hasta la base de la estatua de Martí y colocó una corona de flores. —Eight dollars, sir —le informó la cajera. Si José María hubiera visto, se babeaban con los billetes, les hacía falta dinero a esos negros, ¿qué le parecía prestarles, eh?, ¿al garrote, eh?, ¿al 20 por 100, eh? Al salir del salón, el miedo había desaparecido de su alma. —Cuba —dijo ella sobre sus labios, y estuvieron mucho besándose, lamiéndose, mordiéndose, inspirados por la repetición obsesiva del montuno, ¡Chupa la caña, negra!, y por el coro excitado de la Rueda que llegaba hasta el mar como una orden: ¡Chúpala! Decidió hacerlo antes del descanso porque ahora no estaba seguro de cuándo pararían. Ante la presión de las filas traseras, los Bacilos se echaron a la calle quedando en el borde anterior del semicírculo. Nadie. —¡Puede ser, pinga! Andrés, el padre de Gisela, le había regalado un equipo completo, uniforme, boina, botas, mochilas, hamaca, nailon, ropa interior y medias. La policía empezó a moverse lentamente calle arriba y las voces del coro se desbordaron. Perdona, chico, a veces la política es así. Patriaomuerte. Aquel vestido estaba bonito para Gisela. Alegre lo miró con una limpia obstinación. Monteagudo embistió el talud de la vía férrea y el yipi saltó sobre los rieles y volvió a ganar el asfalto. Carlos se agazapó instintivamente, preguntándose si los habrían descubierto. —gritó alguien, y Carlos reconoció al Cabroncito. Ora pro nobis. Pasaban semanas sin hablarse, Jorge dedicado a sus asuntos y él a su cama, por lo que cruzó junto a su hermano sin saludarlo. Ahora los llamaban, el pelotón avanzaba en columna de hilera hacia la tribuna y Carlos guiaba el paso hasta cuadrarse frente a Aquiles Rondón y recibir su boina verde y sus libros, Los hombres de Panfilov y La carretera de Volokolamsk. A eso de las nueve, las nubes que ocultaban la luna se movieron y una luz espectral cubrió el campo. Carlos sintió un golpe de alegría al descubrir su rostro en la pantalla iluminada, sonriente como el de un locutor o un artista, y atesoró aquel instante de alegría junto a sus recuerdos más preciados. Lo hizo maldiciendo el frío, la acidez, el sueño, y escupió antes de leer en el Revolución que Kindelán había desplegado ante su cara: ¡VIVA CUBA LIBRE! —Se acabó la noche —dijo la pelirroja—. Arriba, rodeado de obreros a quienes Pedro Ordóñez gritaba que dejaran pasar aire, logró incorporarse, vomitó y dio por cumplida su tarea. Entonces se empezaron a reír y contagiaron a los atacantes de rostros pintarrajeados, que gesticulaban como payasos hasta que Carlos gritó que parecía mentira, coño, esa pasta, ese betún, esas botas, esos colchones los pagaba el pueblo, y desde hoy, compañeros, se acabaría el bonche en la Beca. Él la escuchaba impaciente, sabía o podía suponer todo aquello, pero no quería que se fuera, y ella dijo entonces, «Tu padre está mal», y lo dejó confuso y extrañado y le pidió perdón por ser tan bruta, ahora le explicaba; había buscado su teléfono en la guía y le había preguntado a su madre, eso era todo, y se volvió hacia el chofer de la ambulancia, que seguía tocando el claxon. Con la tecnología de, Promoción Pecsa: gana uno de 4 autos Fiat Argo. Carlos tradujo: «Lo siento, yo no puedo entenderte», y se sintió estúpido al pensar que parecía la letra de un bolero. Se lo dijo a Kindelán cuando éste fue a ayudarlo preguntándole dónde vivía, pero no contó con que el Kinde estaba loco, con que se apenaría muchísimo diciendo, «¡Recórcholis!», contrariado de no poder darle una mano porque vivía en un cuarto con su loca y sus cinco loquitos. Su padre respiraba con dificultad, por la boca, le habían quitado los dientes y su rostro chupado prefiguraba una calavera. Por primera vez tenía miedo de no llegar al fin, su madre astral le pareció una luna de muerto, sintió cómo le iban apareciendo nuevos dolores en cada músculo y cada hueso, y escuchó a su pesar lo que alguien decía sobre el Terraplén de la Ruda, más conocido como Cementerio de los Milicianos, porque allí caían como moscas, sin fuerza o sin valor para vencer la caminata. Nos vemos en la Cámara. —Orozco recibió una orden del Partido —dijo el Gallo—. Toña se defendió, no sabía nada de los tales muñequitos, apenas lo había visto a él saltando como un loco y gritando unas veces con voz ronca y otras con voz de pito, como si estuviese poseído por espíritus distintos, ¿los muñequitos eran espíritus? Entonces Jorge empezó a cantar el tema y los cuatro entraron al Kumaún como los pistoleros a las tabernas en las películas del Oeste. Había venido con toda la familia a la comelata que su hermano organizaba para celebrar la adquisición de la nueva casa y el nacimiento de nuestro señor Jesucristo, y llevaba horas burlándose de los temores de su cuñada, quien no cesaba de advertir que esa noche habría Culto y Bembé y que la comida familiar sería un desastre. —Nouu —atinó a decir, y se alejó rápidamente, sin mirar atrás. Carlos no podía evitar una mueca cuando ella agregaba que, además, sería puta como las gallinas, pero Gisela lo calmaba invitándolo a practicar los deportes nacionales: el jaibol, la nadación, el vaciloncesto y el joder sobre el césped, y ahora él, jodido sobre el césped, se entregaba al recuerdo de las veces que habían hecho el amor en el Bosque de La Habana, y le pedía a la suerte que su hijo fuera macho, varón, masculino, y escuchaba la suave voz de su madre diciéndole: «Las hembras quieren más a los padres», y la veía, contenta por primera vez desde que Jorge volvió al exilio, cosiendo la canastilla de la nieta que iba a criar, decía, «Porque hace falta un niño en esta casa». —Se lo advertí —murmuró Carlos, bajando la cabeza. Algunos clientes habían formado un grupo en torno a ellos. Aparte de las intenciones que hubiera tenido José Antonio en su momento, la mención de Dios sería nociva para las nuevas generaciones y eso también era inaceptable. Carlos», y lo entregó, sin darse cuenta de que estaba enviando su primera carta de amor. Paco regresó del sueño casi al borde del llanto. Podría interpretarlo y preverlo todo científicamente. Se sentó en un brazo del sofá, pasmado ante tanta belleza, conteniendo el furioso deseo de poseerla y escucharla gritar de placer al despertar penetrada. Por la noche, durante la guardia de castigo, Carlos recordó las risas de sus compañeros. —Digo, tú vas, ¿no? El Mai se puso de pie y respondió en nombre de la izquierda. Por la sencilla razón de que lo primero que se pierde con el miedo, es la razón. —Mañana —murmuró Carlos mirando al tren, y regresó a la fábrica. Se sentía parte del ancho mar humano que colmaba la escalinata y la calle clamando venganza. Por eso Epaminondas Montero, el Jefe de Fabricación del «América Latina», se negaba a recibirla. Carlos sonrió ante aquella lógica irrebatible, pero hizo una mueca cuando Monteagudo le preguntó a Alegre por su amigo; se sentía un poco ladrón de aquella calavera que, pese a todo, humanizaba su cuarto y con la que se había habituado a conversar. Los Cabrones intercambiaban libros donde seguramente habían anotado números y versos. Su padre la esperaba ansioso y Carlos también, seguro de que Jorge lo ayudaría a hacerle entender al viejo que con la caída del tirano nacía aquel país distinto que con tanto entusiasmo saludaba en sus cartas desde Nueva York. Iba a llamarles la atención cuando Roberto Menchaca entró corriendo, con los faldones de la camisa abiertos para mostrar la Luger. Carlos estaba diciendo, «No importa, hermano», cuando el otro se incorporó gritando, «¡Ésta es una tarea para Superkinde!», y se dirigió a Gisela diciéndole, Princesa, como podía ver, el Ceniciento había perdido los zapatos de baile, y además carecía de palacio donde refugiarse, es decir, no tenía gao. Segundo buen socio. Las luces creaban un círculo enorme y amarillo contra el muro, que vibraba al ritmo de las maquinarias de la fábrica. —Es un gil. Shows. Al incorporarse sintió un mareo, pero sacó fuerzas del proyecto para pedirle a su madre el baño y la comida. Al regresar le informó a Kindelán que todo estaba hecho, pero el Kinde continuó escéptico, diciéndole que para modificar la situación hacía falta algo grande, una invasión yanki, por ejemplo, o verdaderos jefes como Aquiles Rondón. Pero aquella marcha interminable no era un sueño, no estaba soñando que caminaba, sino caminando tanto que creía estar soñando, delirando, diluyéndose en las blancas nubes de polvo y las formas torturadas de los marabuzales y los chillidos de los murciélagos y la infinita columna de sombras y el dolor y la sed y el hambre y el cansancio terrible que acabaría venciéndolo si no era capaz de llegar hasta esa mata al menos, un poco más, aun después del Alt de los tenientes y del taloco de Kindelán, hasta tocar el tronco del marabú y dejarse caer exhausto, resollando, como en la arena de una playa. Ascendió pateando lentamente, suavemente, buscó la escalera y se sentó en el muro pensando en no pensar, luchando por alejar la imagen de Héctor y la conciencia de que estaba al borde de cometer una traición, porque aquel unicornio en bikini que avanzaba por el muro era ella, y él se supo definitivamente incapaz de seguir ahorrando y se maldijo por no haber traído la plata de la alcancía. El tecleo de la máquina sobre su silencio fue como un anticlímax. ¿En qué país vivía aquel hombre? ¿Pero se podía ser a la vez revolucionario e hijoeputa, hijoepulucionario, vaya? «Soy Momísh-Ulí, ¿qué coño pasa?», murmuró al doblarse sobre la trinchera. Metió el pulgar de la mano derecha entre el anular y el meñique, unió los dedos de la mano izquierda, abrió los ojos, leyó: «Yo también. El jefe dividía a los hombres en flojos y cojonuses. Pero existía al menos una persona en el mundo a quien no podría engañar y la llevaba dentro. Pero no tuvo tiempo de responderse. El daño era distinto a todas las cosas. Sus cuatro hombres lo siguieron, desplegados, y pasaron por la izquierda del pelotón sin descubrirlo. Miraba un árbol, una de las inmensas seibas que bordeaban la carretera, y pensaba que aquella planta misteriosa era el final, si llegaba a ella podría descansar junto a los grandes nudos de su tronco poderoso, bajo los gajos por los que se filtraba la limpia luz de la luna. Para él, Carlos Pérez Cifredo, aun con sus muchos méritos y virtudes, no era un trabajador ejemplar, e iba a explicar por qué. Le indicó silencio con el dedo, pero ya Nemesio se había dado cuenta y avanzaba hacia él. Our partners will collect data and use cookies for ad targeting and measurement. —Qué raro. —Déjalo —dijo ella aguantando a Carlos, que intentaba pararse—, aquí siempre es así. Colgó el abrigo en el gancho de la puerta y se sentó en la taza. En la calle, los Bacilos lo cargaron y se retiraron vencedores mientras Pablo le decía, «Asere, si viene el domingo, la ligaste, asere», y Jorge, «No viene, lo hizo por calentarte», y Dopico, «Viene», y Berto, «No viene», y Roberto Correa deslizaba, «Yo creo que el que se vino fue éste», y todos soltaban una carcajada y avanzaban hacia la Quinta Avenida coreando el tema: Somos los tuberculosos, los que más nos divertimos, los que más sangre escupimos, los que menos trabajamos, y, produciendo la ruidosa onomatopeya de un gargajo, El bacilo de Koch Koch Koch, el bacilo de Koch Koch Koch, que se riega por nuestros pulmones. Los que habían decidido quedarse no salieron al campo y los que se iban permanecieron cabizbajos, evitando mirarse a la cara. Entonces volvió a ver a la sioux, que resultó ser una impostora. Gipsy desapareció apenas llegada, como las hadas de los cuentos, dejando sólo una promesa y un recuerdo que ahora él intentaba revivir. —chilló el punto. —Perra, puta y comemierda —dijo con rabia. No se acabó, y Carlos comenzó a sentir que la impotencia lo carcomía. Tomó el micrófono, dijo unounounouno y empezó a leer. Cuénteme todo, absolutamente todo. —¿Sí? Ora pro nobis. Ronald F. Clayton «Fíjate qué cosa», dijo,»desde los once años me la pasé cortando caña y después vino la guerra y ahora estoy aquí, y tú, con esas manos de oficinista...» Carlos quedó en silencio, mirando las manazas del Director, hasta que éste dijo: «Oká, cuando termine la zafra vuelves con nosotros, ¿de acuerdo?» «¿Iraida?...» se atrevió a preguntar él, y el Director le dijo que no se preocupara, estaba bien, de secretaria del Pocho Fornet en la Biblioteca Municipal, fichando libros, y ya en la puerta lo despidió con un abrazo. —¿De dónde, compañeros —se preguntó—, viene la plata para pagar esos carros, esas imprentas, esos pistoleros? Se había creado una zona de silencio atravesada de guiños, codazos, cabeceos, noticias circulantes, y tras las manos de los líderes se levantaron todas las demás. Había aprendido que antes era necesario construir el Hombre del Futuro. Empezaron a atravesar el barrio de los americanos que habían sido dueños del central, palacetes que ahora eran un hospital, un círculo infantil, una escuela, y que le recordaban Tara, Los doce robles, la película Lo que el viento se llevó. «Pero tienes que apelar», dijo ella, y se ofreció a ayudarlo. El punto se detuvo, confundido, regresó sobre sus pasos, se recostó a la pared y se quedó mirándolos. Prohibida la reproducción parcial o total del contenido sin autorización expresa. Pero los Duros se mostraron cautelosos con sus planes, tomaron nota del problema de la depuración, quedaron en responderle y le criticaron, ¡ellos también!, que estuviera distribuyendo aquella propaganda. Reconoció el lugar, preguntándose cómo habrían logrado autorización para usarlo. Fotos: Oficina de Prensa e Imagen Institucional de la Presidencia del Consejo de Ministros. Era el sueldo de un mes. —Felipe hizo una pausa y le silbó a una rubia, que no se dio por enterada—. —Es mentira —dijo Carlos—. Una vez aprobada tu solicitud, chapa tu cash en tu cuenta bancaria. —gritó el punto como si acabara de salir de un trance. De pronto, esas mismas razones comenzaron a funcionar a favor de la idea, se le hizo claro que partir, aceptar el reto, vencer sus miserias le permitirían pensar en el Che sin sonrojo, como un soldado anónimo de su tropa, y echó a caminar con un paso tranquilo, ajustado al de la multitud. Felipe aumentó la presión sobre los brazos. —Pija, querrás decir —precisó Paco—. Después Dopico dijo que aquella noche debían elegir democráticamente al presidente de la sesión y seleccionar el tema de debates, y dio las gracias. Entonces regresó a la cama, puso la mano sobre el vientre de Gisela y le pidió perdón. O sea, tradujo el Director, que era obsesivo trabajando, pero por vicio, no por comprensión de la tarea, y mientras el tipo se lucía descargándole, Carlos sintió encenderse en su interior una lucecita de peligro. Pero de todos modos, Despaignes se tomaba su tiempo. En la primera semana de abril el «América Latina» logró tres molidas millonarias e iba en pos de la cuarta cuando tuvo que parar por falta de caña. Carlos no pudo evitar que una mezcla de rabia y vergüenza lo hiciera huir, dejándola con una nueva pregunta en la boca. —Show! Cuando terminó el té ella estaba pálida por el alcohol, desencajada, y él no sabía qué hacer porque ella se negaba a darle su dirección. Para eso estaba él, un jefe del ejército del pueblo tan duro como Momísh-Ulí. Son Kool, ¿quieres? Carlos se unió al coro recordando la conga de los Cabrones, pensando que aquel tipo era tan buen rumbero como los Cabrones y preguntándose dónde carajo estarían. No entendía, compañeros, la perdonaran pero no entendía. Era como si la persona por la que sus compañeros habían votado no fuera él, sino alguien heroico, modesto, sacrificado y capaz. Lo recondenó la imperturbable voz de Jorge, «No importa, mamá, yo me quedo», e intentó una explicación desesperada acerca de la guerra inminente. Aceptaba la disciplina como una imposición irracional. —Espérate —dijo Fanny—, ¿y si yo quiero? Francisco dejó de decir versitos, decenas de estudiantes desconocidos le trajeron leche y viandas, el Peruano le puso al día todas las libretas... Pero su depresión no cedió hasta la tarde en que Osmundo le sopló al oído: «Está allá abajo, esperándote.» La felicidad le dio fuerzas para vestirse y bajar. Ruiz Oquendo se incorporó con los ojos desorbitados. Entonces presentó a consideración de la Asamblea el Proyecto de Reglamento de Orden Interior del Piso, explicando que se trataba de un pilotaje que se extendería después a todo el edificio y aun, en sus partes pertinentes, a la propia Universidad. De pronto, en una garita derruida, dos ojitos azules brillaron como los de un gato. En su larga experiencia con latinoamericanos no había encontrado otra persona que hablara de manera tan pálida. Entonces comenzaron los alegatos para convencerla de sus respectivas verdades. Como era de esperar, los soldados españoles se plegaron a los deseos del advenedizo, que les gritaba horrores a los campesinos cubanos Evarista y Pancho José, por haber permitido que el muchacho se perdiera. Carlos quiso pensar que existían aún docenas de oportunidades para que los Bacilos fallaran, y se mantuvo en silencio. José, el dependiente chino, estaba a su lado. Pero el invento que obtuvo la aprobación unánime fue el de sembrar árboles de azúcar, que la dieran ya refinada y ensacada. —Dale tiempo al tiempo —respondió el Archimandrita chupando lentamente su tabaco—. Es obvio que Gisela lo esperaba con la ilusión de repetir la experiencia de la noche anterior. —dijo—. La nueva maquinaria brillaba como en una exposición inútil. Ahora ella lo seguía, «Oye, héroe, espérame», pero él apuró el paso, hubiera sido el colmo aceptar aquello. Pero el maldito probó estar vendido al enemigo preguntándole qué llevaba en el saco. En el centro había candela en un fogón de leña. Esta Política es aplicable al acceso y uso de la información ofrecida por ChapaCash a través del Portal; y forma parte integrante de los Términos y Condiciones del Portal. —Ta kimbao —dijo. Iba a sentarse a descansar cuando Aquiles Rondón formó la unidad para dirigirla a paso doble al lugar donde dormirían. El contrataque furrumallo empezó lejos, donde nadie lo hubiera esperado. Ganar cinco minutos implicaba también romper el pacto, pero ni Héctor ni el Mai estaban allí para consultarlos y él no podía decidir solo. «Vuelve a la UJC», le sugirió Margarita y él dijo: Ah, sí, el Comité Municipal de la Juventud le rebajó la sanción a un año, ¿no fue así, Rubén? ¿Cómo podía el médico no darse cuenta de que la virtud del sacrificio era la mejor medicina?, ¿cómo había sido capaz de recetarle la pérdida de su precioso tiempo en diversiones frívolas?, ¿cómo se había atrevido a ordenarle que disminuyera la intensidad de su entrega a la causa? Hicieron el resto del viaje en silencio, repitiendo maquinalmente, cada vez que se bajaba uno, «Mañana en el aeropuerto, mulato». —Ya —dijo Paco—. La primera golpeó la ventana que estaba sobre su cabeza, despertándolo. Carlos se secó el sudor de las manos en el abrigo. Fidel empezó refiriéndose a ellos, los becarios. Estuvo dos meses sin gastarse un quilo en el Casino, reunió los seis pesos y se los entregó a Héctor, diciéndole con su mejor voz clandestina: —Misión cumplida, mulato. «No», dijo, «me tengo que ir en seguida.» Se arrepintió de haber sido tan brusco, pero ya estaba hecho y ahora su madre lo torturaba recordándole las sagradas obligaciones de la familia. Del otro lado de los árboles dormía el resto del pelotón. De pronto se produjo un estampido seco y breve, y luego el ruido de cristales al astillarse. ¿Recordaba bien?, ¿le había dicho negra a Gisela como una ofensa?, ¿había escupido sobre la memoria de Chava haciendo temblar de vergüenza las seibas del mundo? —¿No tienes nada de que arrepentirte en esos años? Felipe, di: mujer comiendo. Mientras disfrutaba de la tregua había pensado muchas veces que era el capitán de las acciones militares, se había imaginado guiando a los suyos a la victoria y recibiendo la rendición de la furnia de manos del negrito del chivo, que murmuraría cabizbajo, «¡DUPA BUPA UNT TOTA!», a lo que él respondería ceremonioso, ¡CHOLA ANDENGUE!, para que los negros y blancos corearan ¡ANDENGUE CHOLA!, reconociendo así al Capitán Carlos Pérez Cifredo como Rey del Barrio. —ordenó Carlos, mirándolo a los ojos grises y acuosos. Algunos comenzaron a preguntar por la meta, pero los tenientes sonreían irónicos, ¿la meta?, ¿qué se creían, milicianos?, estaban empezando, ahora iban a saber lo que eran casquitos de dulce guayaba, cuero y candela, carajo, cuero y candela ahí. Se asomó a la ventana. Su madre preguntaba sobre su paradero, nadie sabía, y él la veía llorar y buscar, y veía a su padre muerto en el ataúd del Armagedón. Estaba al borde de un ataque de histeria. Debía estudiar y trabajar, combatir, crecer hasta donde pudiera. Carlos volvió a su casa agitado, ¿los santos de uno y otro bando permitirían aquello? «Terminar», respondió Gisela con una voz neutra, y bajó la cabeza al añadir: «Estuve con otra persona». Estuvimos a punto de pegarnos, compañeros. A una orden del sargento, los policías empezaron a hurgarlos, violenta y rápidamente, desde los tobillos hasta el pelo. —Quiero darte algo. —dijo. —Me tengo que fugar, sargento —dijo el Barbero, mirándolos—. Tal vez eso le salvó, porque Pedro Ordóñez parecía estar esperando un teque y quedó desconcertado y de pronto murmuró que estaba bien, que iba a hablar con la gente. Mi madre es americana. Gisela negó con la cabeza, impresionada, y él aprovechó para explicarse, la quería, la quería muchísimo, pero no se debía a él, no tenía la culpa de tener tantas responsabilidades y tareas, ella debía entender que no estaba con una persona común. 31 Octubre, 2022. Aquella devoción laboral alentó a Osmundo y al Peruano a contar una y otra vez su leyenda, que desde entonces fue repetida por un número cada vez mayor de estudiantes, quienes le añadían nuevas tribulaciones, peligros, hazañas. Nada impediría el desastre, salvo la llegada de Jorge. Carlos se volvió a tiempo para ver a Margarita Villabrille batiendo palmas. Venía a implorarle que lo perdonara, a rogarle por lo que más quisiera que lo dejara quedarse allí, junto a ella y su hija; él lo había comprendido todo, lo había perdonado todo, lo había olvidado todo. Duro de roer. Carlos bebió el coñac, desconcertado. —preguntó Manolo. Hay un carajal de cosas que no entiendo. Podía pasar cualquier cosa, había que cuidarse y por eso él no se desprendía de su cuchilla. El malvado Strogloff puso en movimiento una sierra gigantesca, que avanzaba hacia el pecho del bondadoso doctor Walter, y gritó, «Por última vez, Walter, ¿qué elemento falta?». —Lo de Palacio —dijo ella—. Corrieron por San Lázaro con Héctor a cuestas y lo sentaron en la Plaza Mella, junto a la base de la escalinata. Pero en la nueva casa descubrió que el miedo estaba durmiendo en su alma, que los cantos del Culto y los fuegos del Bembé lo atraían y que la explicación de su padre no lograba alejarlo. Al descubrirla sentada en el extremo del comedor pensó que el oscuro idioma del Fantasma podía ser claro como la mañana: vestida de negro, inclinada suavemente sobre la mesa de bagazo prensado, iluminada a contraluz por el sol, su pobre madre era la imagen de la pureza. Ahora recordaba cómo había obedecido sin preguntar, porque era obvio que aquel hombre tenía algo que ver con Gipsy. Aquella fiesta, especialmente indignante por haberse producido en plena zafra, durante la quincena de homenaje a la Victoria de Girón, cuando todo el mundo se rompía el alma en los cañaverales, produjo una violenta ola de críticas en el Comité de Base que entonces él no se atrevió a canalizar, esperando el momento más favorable. Él la miró con tristeza, la pregunta había sido ingenua y juguetona. Pensó en quitarse las botas, desistió por miedo a que no le entraran después, e intentó un masaje en la rodilla; la encontró inflamada, sensible incluso al contacto con los dedos. «No viene», respondió la muchacha mirando al vacío, «él no va a venir.» «Búscalo», le aconsejó la madre, «no te vayas tú», y le dio un beso antes de seguir su camino. Pero se sabía incapaz de hilvanar una autocrítica coherente en ese momento; no se entendía a sí mismo, necesitaba tiempo y valor, de modo que siguió callado aun cuando advirtió que Benjamín lo miraba a los ojos antes de decir: —Sí, hubo. Los fuegos iluminaban la noche, a su alrededor se movían sombras deformes de milicianos armados. ¡Compra entradas Originales con total Seguridad!

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